Aquel
era un día bastante normal: se había pactado una tregua en una de
las guerras, otra parecía acabada, había empezado una nueva y
continuaban el resto. Los dirigentes de las grandes potencias se
habían reunido otra vez, como tantas veces desde el comienzo de las
guerras, para debatir la situación de sus respectivos países, que
estaban llenos de pueblos que reclamaban su propia nacionalidad e
independencia y de hecho se habían declarado Estados independientes,
enarbolando una bandera propia. Todas aquellas guerras se daban en su
mayoría entre esos pueblos y el país al que pertenecían, que no
podía permitir que ninguno de aquellos pueblos consolidara su
independencia ante el peligro de que otros le siguieran hasta el
punto de que él mismo dejara de existir. De hecho ya había grandes
Estados que se habían visto reducidos peligrosamente, subsistiendo
en muchos casos gracias a la ayuda del resto.
Lo
de las banderas fue algo a lo que en principio no se dio mucha
importancia, sin embargo pronto comenzó a ser una cuestión de honor
y los Estados comprobaron con horror como ciertas regiones, incluso
ciudades, sin ninguna singularidad histórica, se declaraban
independientes por el solo hecho de exhibir una bandera propia. El
tener la bandera más bella pronto fue una obsesión, y defender sus
colores pasó a tener una máxima importancia, y así muchas guerras
se iniciaron porque determinado habitante de cierto país se había
excedido vanagloriando su bandera y echando otra por tierra.
Las
cosas estaban así. Un día, en uno de aquellos pequeños países de
reciente creación alguien se preguntó algo. Se trataba de una niña
de siete años, una pelirroja pecosa de ojos verdes. Se preguntaba
como sería la bandera de la Tierra, porque tenía que tenerla ya que
su país era más pequeño y la tenía y en la Tierra estaban todos
los países. Se lo preguntó a su madre pero esta apenas le contestó.
A su padre no podía preguntarle porque estaba en el frente, era un
mercenario, se dedicaba a luchar por dinero, no demasiado pero si
bastante, pues ya tenía un cierto nombre entre todos aquellos que se
dedicaban a la guerra. Ella tenía mucha suerte de que su padre
siguiera vivo, casi todos sus amigos que tenían padres que se
dedicaban a lo mismo quedaban huérfanos muy pronto, claro que su
padre tenía una labor más oculta, pues era estratega; aún así a
su madre no le gustaba su trabajo, porque eran los estrategas y
espías los más buscados de los hombres, y además no se podía
decir que él fuera con los buenos precisamente, quizás en parte
porque no los había. Ella se había preguntado muchas veces si su
padre era malo, pero pronto pensaba en otra cosa.
Al
poco rato pensó que lo mejor era ir al Registro de Banderas y
preguntar allí. El Registro de Banderas era un edificio en donde se
registraban las nuevas banderas, se cambiaban otras y desaparecían
algunas. Precisamente era en su pueblo donde estaba uno de los
primeros edificios que con ese fin se construyeron y se encontraba
cerca de su casa. Se fue allí sin dudarlo, cuando llegó temió que
no la dejaran entrar pero para su sorpresa no había nadie vigilando,
así que subió unas escaleras y llegó a un cuarto con un letrero de
letras doradas que ponía “Registro de Banderas. Europa. Región 2.
Zona 3.10”. Entró no muy convencida y echó un vistazo. Aquello
estaba lleno de libros y de mapas y banderas; había una mujer tras
un escritorio al fondo que debía de ser la encargada y que no
parecía alegrarse mucho de ver que allí podía entrar cualquiera,
aunque no le extrañaba, aquel lugar había decaído mucho y pronto
podía ser que lo cerraran. Tendría que buscar otro trabajo de
nuevo. Entonces la niña le hizo una pregunta que la sacó de su
ensimismamiento, le preguntó como era la bandera de la Tierra. Ella
se quedó sin habla por un momento y se echó a reír al comprender
lo absurdo de todo aquello. Le respondió que no lo sabía pero,
sonriendo, añadió que preguntaría al Registro Central. Así lo
hizo, pero no le hicieron caso, así que le dio por hablar con los
periodistas. Estos se mostraron encantados con aquello, porque era
una novedad, y desde hacía mucho lo único que hacían eran crónicas
de guerra.
La
gente encontró un motivo de entusiasmo: alguien había ofrecido una
recompensa para aquel que diera con la bandera de la Tierra y también
se había organizado un concurso con el fin de crearla. Pronto se
creó un gran revuelo, gente de todo el mundo daba su opinión y la
cuestión empezó a debatirse por los científicos, historiadores,
antropólogos etc. Todos daban teorías razonables: que si el color
verde y el azul era obvio que tenían que estar presentes, que si un
globo terráqueo sobre un fondo blanco, otros más poéticos que si
un arco-iris...
Entonces
se preguntó de quien había sido la idea de que la Tierra tenía una
bandera y encontraron a la niña y la entrevistaron. Le preguntaron
como había pensado en eso pero ella solo dijo que ahora ya sabía la
respuesta: la verdad era que la Tierra no tenía ninguna bandera, ni
ninguno de sus pueblos, no había banderas ni diferencias, todo era
un invento de los hombres.
Este
relato lo escribí en agosto de 1995 (como pasa el tiempo), el único
cambio que he hecho ha sido sustituir la palabra país por Estado. El
tema ahora es de plena actualidad y por eso he decidido sacarlo a la
luz.